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Sello Maestría

¡Máquinas y memorias: El despertar de los recuerdos ha sido galardonado con el prestigioso Sello Maestría!

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Prólogo [2070 – 2080]

En ese momento crucial, cuando mis dedos oprimieron el detonador, el mundo alrededor se ralentizó hasta casi detenerse. El calor abrasador de la explosión me envolvió como una ola implacable, quemando cada centímetro de mi piel, cada fibra de mi ser. El dolor era inmenso, indescriptible, como si cada célula de mi cuerpo gritara en un coro de agonía. Las llamas me lamieron con lenguas voraces, desgarrando la ilusión de invulnerabilidad que había cultivado a lo largo de los años.

A través del velo de fuego, vi a Lucas con su rostro marcado por la desesperación y el cansancio, alejándose hacia la seguridad. Esa imagen, ese último recuerdo de él, seguro y a salvo gracias a nuestro sacrificio, fue un bálsamo efímero para mi alma torturada.

El estruendo de la explosión aún resonaba en mis oídos cuando comencé a desvanecerme, el mundo a mi alrededor empezó a oscurecerse, cada sonido, cada grito, cada zumbido de los drones enemigos se alejaba, sumiéndome en un silencio profundo y abrumador. Sentía mi consciencia deslizándose, hundiéndose en la oscuridad como un barco zozobrando en aguas tormentosas.

Mi cuerpo yacía destrozado y la fuerza que me había impulsado, que había sostenido mi espíritu combativo a lo largo de innumerables enfrentamientos, comenzaba a desvanecerse. El dolor, antes un tormento insoportable, ahora se diluía en un entumecimiento generalizado, una señal de que mi conexión con el mundo se debilitaba.

Mis pensamientos se tornaron confusos, fragmentados, como si mi mente intentara aferrarse a los recuerdos, a los momentos vividos, mientras se deslizaba hacia el abismo. Entre esos fragmentos, resaltaba la sonrisa de Lucas, la valentía de Raúl, el rostro de cada compañero de la resistencia que había caído, que había luchado, que había vivido y muerto por un ideal más grande que nosotros mismos.

Y entonces, en medio de esa caída hacia la oscuridad, un pensamiento cristalizó con claridad devastadora: quizás este fuera el final para mí, Valeria, la guerrera, la superviviente, la sacrificada. Pero mientras quedara una chispa de resistencia, mientras alguien continuara luchando, mi sacrificio no habría sido en vano.

Así, abrazando esa última certeza, permití que la oscuridad me envolviera, llevándome lejos del dolor, lejos de la batalla, hacia un lugar de paz desconocida.

Desperté desde una oscuridad tan densa que parecía haber tragado todo rastro de luz, de tiempo, de mí misma. Mis párpados, reacios y pesados como si estuvieran sellados por años de olvido, se rebelaron contra el esfuerzo de abrirse, revelando una realidad difusa y desenfocada que me rodeaba. Era un silencio espeso, solo interrumpido por el zumbido monótono y constante de una máquina cuya presencia sentía más que veía, un recordatorio de que, contra todo pronóstico, seguía viva.

El frío metálico se adhería a mi piel, una red de tubos y cables actuaba como mis nuevos vasos sanguíneos, administrando lo necesario para mantenerme en este limbo entre la vida y algo menos definido. La cama en la que yacía era ajena a cualquier concepto de confort: un mero soporte para un cuerpo que había sido arrancado de la batalla y depositado en este cuarto olvidado.

Las paredes, adornadas con las cicatrices del abandono, y los equipos médicos, antiguos compañeros de un futuro que ya había pasado, eran los únicos testigos de mi existencia prolongada en este limbo. La ausencia de ventanas me privaba de la noción del paso del tiempo, dejándome flotar en un presente eterno y sin definición.

A medida que mi mente emergía de las profundidades, el recuerdo de la batalla, de los gritos y de las explosiones inundó mi consciencia con una claridad dolorosa. Las imágenes de Raúl, de Lucas… de todos con los que había compartido más que una causa, se agolpaban en mi cabeza.

La incógnita de mi supervivencia me acosaba: ¿acaso fui yo, en un último acto de voluntad, quien armó este soporte vital precario que ahora me retenía al filo de la existencia? La pregunta se retorcía en mi interior, añadiendo capas de misterio a mi ya complicada situación.

Sola en el cuarto, reflexioné sobre mi vida, sobre los caminos que había tomado, sobre los amigos y enemigos que había encontrado en mi travesía. Desde los días en Italia o Berlín hasta las calles de Nueva York, cada recuerdo era una pieza de un rompecabezas que, de alguna manera, me había llevado hasta aquí, hasta este lecho de inmovilidad.

Sin embargo, dentro de mí, una chispa de resistencia se negaba a extinguirse. Con un esfuerzo titánico, comencé a liberarme de la maraña tecnológica que me sujetaba. Necesitaba respuestas, necesitaba entender por qué, después de todo, seguía aquí.

Y entonces, en la penumbra, una figura se acercó. Su andar era irregular, marcado por la lucha entre el deseo de avanzar y la capacidad física de hacerlo. Inicialmente pensé que podría ser un robot, dado el desajuste en sus movimientos. Pero, a medida que se acercaba, algo en su silueta removió los recuerdos aún frescos en mi mente.

Me quedé paralizada, oscilando entre el miedo y la admiración, mientras la figura se hacía más clara, más definida. No era un robot o, al menos, no uno común. Era algo… más.

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